Por momentos era un enorme bosque, de esos de la época medieval, opulento, ominoso, en dónde habitaban criaturas como lobos, damiselas en peligro, o algún que otro bandido de buen corazón. Había un castillo emplazado en el medio, con una fosa rodeándo sus paredes de piedra (la canaleta por dónde pasaba el agua de la cocina, o el lavadero). En otras ocasiones era una selva tropical (mas precisamente en verano), llena de tigres, cazadores e indígenas corriendo entre las ramas. Las sogas de la ropa servían de lianas, el calor de enero ayudaba a que sea mas creíble.
Cuando era invierno, a la siesta, los juegos se suspendían momentáneamente, porque mamá me encomendaba la tarea de recolectar las naranjas de los árboles. Supervisada por ella, tomábamos el gancho para bajar las naranjas, el balde para ponerlas, y nos embarcábamos en una historia digna de Huckelberry Finn. Recolectábamos suficientes para luego, ir a tomarlas en el solcito de la siesta invernal, en el garage, mirando a los autos pasar.
También solía ser el modo de comunicación con Ivan, mi vecino de la casa atrás de la mia. Ivan era unos 4 años menor. Rubio, salido de una novelita yanki, compartíamos varias horas con una reja de por medio.
Ese fondo encierra tantas travesuras, aventuras de infancia imposibles de borrar. Y hoy, cuando veo a mi propio hijo comenzando a dar sus primeros pasos en el mismo fondo en donde yo pasé tardes enteras con un festín de historias sin final, se me pone la piel de gallina.
Un poco, nada más.
(Sí, quedaría re linda una foto del fondo, pero no tengo una, ni ganas de sacarla).
2 comentarios:
Que lindooo! me encantan esas historias ^^
Sí, la infancia suele darnos cosillas como estas.
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